La búsqueda de la visión

Narrado por Ciervo Cojo

Un joven quería ir a hanbleceya, la búsqueda de una visión o un sueño que le diera los poderes para convertirse en un hombre de medicina. Seguro de sus capacidades, estaba convencido de haber nacido para realizar grandes obras entre su pueblo y lo único que le faltaba era una visión.

El joven era valiente y temerario y estaba ansioso por subir a la cima de la montaña. Había sido criado por gente buena y honesta, sabihonda en las cuestiones antiguas, quienes oraron por él.

Durante todo el invierno se mantuvieron ocupados preparándolo, alimentándolo con wasna y mucha carne para que cobrara fuerzas. De cada comida, apartaba un poco para alimentar a los espíritus, así lo ayudarían a que consiga su visión.

Sus familiares pensaban que él ya tenía el poder aun antes de subir a la montaña, pero eso equivaldría a poner el carro delante del caballo, como sucede en esta leyenda india.

Era una hermosa mañana de primavera cuando finalmente partió hacia su búsqueda. El pasto estaba crecido y los árboles cubiertos con hojas, la naturaleza en su máximo esplendor. Dos hombres de medicina lo acompañaron. Levantaron una choza donde lo purificaron haciéndolo traspirar y respirando el humo blanco del vpor sagrado. Lo santificaron con incenso y fortaron su cuerpo con savia, y lo abanicaron con el ala de aun águila. Fueron hasta la cima con él para preparar el hoyo de la visión y ofrendar paquetes de tabaco.

Luego, le indicaron al joven que ore, que sea humilde, que le ruegue a lo sagrado que le conceda su poder, una señal del Gran Espíritu, el don que lo convertiría en un hombre de medicina. Luego de ayudarlo en todo lo que podían, partieron dejándolo solo.

Pasó su primera noche en el hoyo sacudiéndose y gritando a viva voz. El miedo lo mantenía despierto, aunque fuese algo soberbio y estuviese listo para luchar contra los espíritus de la visión por el poder que él quería. Pero ningún sueño vino para apaciguar su mente.

Llegando la mañana, antes de que se levantara el sol, oyó una voz en el remolino blanco de la bruma del amanecer. Sin proceder de ningún lugar, o desde todas partes, se escuchó:

-Escucha, joven. De todos los lugares viniste a escoger este. Hay muchas otras montañas alrededor. ¿Por qué no vas a alguna otra parte a pedir por tu visión? Nos has molestado toda la noche, todos nosotros, animales y pájaros. No has dejado dormir ni a los árboles. Así no se puede dormir. ¿Para qué has venido aquí? Tú eres un joven insolente y no estás preparado ni eres digno de recibir una visión.

Pero el joven apretó sus dientes y decidió permanecer allí y forzar a la visión para que viniera.

Pasó otro día en el hoyo, pidiendo la iluminación que no se haría presente, y luego otra noche de miedo y frío y hambre.

El joven gritaba horrorizado y paralizado por el miedo, no se podía mover. Cuando amaneció nuevamente, oyó que la voz esta vez le decía:

-¡Deja de molestarnos! ¡Vete!

Lo mismo sucedió la madrugada siguiente. Para este momento estaba desfalleciendo de hambre y sed y ansiedad. Incluso sentía que el aire lo estaba oprimiendo. Jadeaba, su estómago se encogía y se contraría apretándose contra su columna. Estaba decidido a soportar una noche más, la cuarta y última. Estaba seguro que la visión llegaría. Pero aunque gritaba en la oscuridad y en soledad hasta cansarse, no tuvo ningún sueño. Antes del nuevo día, volvió a oír la voz esta vez furiosa:

-¿Todavía tú aquí?

Triste y afligido, les contestó:

-No puedo evitarlo. Este es mi último día y voy a gritar con todas mis fuerzas. Sé que me han dicho que vuelva a mi hogar pero, ¿quiénes son ustedes para darme órdenes? No los conozco. Me quedaré aquí hasta que mis tíos vengan a recogerme, les guste o no.

En ese momento se oyó un rugido que provenía detrás de la montaña detrás de la colina, un rugido poderoso que hizo temblar la tierra. El viento comenzó a soplar. El joven miró hacia arriba y vio un gran canto rodado posado en la cima de la montaña. Un relámpago cayó sobre la piedra y la movió. Lentamente, la piedra comenzó a moverse. Despacio al principio, pero cada vez con más fuerza, fue bajando por la montaña, sacudiendo la tierra, derribando árboles como si fueran pequeñas ramas. La piedra se dirigió directamente hacia él.

El joven vio la piedra elevarse por el cima del hoyo de la visión, y cuando estaba a centímetros de entrellarse contra él, se detuvo. El joven estaba boquiabierto, con los pelos de punta y los ojos salidos hacia afuera. La gran piedra rodó colina arriba hasta llegar a la cima. El joven a penas podía entender lo que había visto. Permanecía aún inmóvil cuando oyó el ruido de la piedra moviéndose una vez más al momento en que comenzaba a bajar rodando en su dirección. Esta vez el joven decidió saltar fuera del hoyo de la visión antes de que lo aplastase. El canto rodado cayó y destruyó el hoyo, triturando su pipa de la paz y su cascabel de calabaza. Otra vez la piedra subió a la cima y nuevamente volvió a bajar.

-¡Me voy, me voy! -gritó el joven.

Cuando consiguió moverse, bajó la montaña a los tumbos lo más rápido que pudo. Esta vez la roca saltó encima de él, rebotando cuesta abajo, arrasando y pulverizando todo lo que había a su paso.

El joven ni siquiera notó que la piedra subía la montaña para bajar por cuarta vez. En este último y más temido descenso, volvó por los aires en un enorme salto y aterrizó justo frente a él, hundiéndose tan profundo en la tierra que sólo se dejaba ver su punta. La tierra se sacudió como un perro mojado saliendo de un arroyo y sacudió al joven para todos lados.

Desvaído, golpeado y sacudido, retornó a su pueblo. Entendió que había sufrido en vano. Ahora tendría que volver a su pueblo y confesar que no había tenido ninguna visión ni obtenido poder alguno. Lo único que tenía para contar era que lo habían regañado. A los hombres de medicina les dijo:

-Hice enojar a los espíritus. Todo ha sido en vano. No he aprendido nada.

-Bueno, en realidad aprendiste algo -dijo uno de los hombres de medicina, el mayor, que era su tío. -Fuiste tras tu visión como el cazador va tras el búfalo, o el guerrero tras sus craneos para trofeo. Estabas luchando contra los espíritus. Creías que ellos te debían mostras una visión. Sufrir en soledad no conduce a ninguna visión, así tampoco como el coraje o la pura voluntad de poder. La visión surge de un don nacido de la humildad, la sabiduría y la paciencia. Si de tu búsqueda de la visión dices no haber aprendido nada, pues allí está tu primera lección.

El roedor

En algún sitio hay una gran vara, un poderoso tronco similar a la vara sagrada de la danza del sol, solo que mucho, muchísimo más grande. Esta vara es lo que sostiene al mundo. El Gran Abuelo Castor Blanco del Norte es el que roe esta vara en la base y lo ha estado haciendo por mucho, mucho tiempo. Más de la mitad de la vara ya ha sido roída. Cuando el Gran Castor Blanco del Norte se enoja, roe con furia y cada vez más y más rápido. Una vez que haya terminado de roer, la vara caerá y la tierra se derrumbará, convirtiéndose en una nada sin fondo. Ese será el fin de la humanidad y de todo lo que existe. El final de los finales. Por eso somos muy precavidos en no enojar al Castor. Por eso los Cheyenne nunca comemos su carne ni siquiera tocamos su piel. Queremos que el mundo subsista un poco más.

Relatado por Sra. Toro Medicinal en Birney, Montana, con la ayuda de un interprete.

Mamá Maíz

Cuando Kloskurbeh, el Creador de Todo, vivían en la tierra, aún no había hombres habitando en ella. Pero un día, cuando el sol estaba en lo alto, apareció un joven y lo llamó:

-Tío, hermano de mi madre.

Este joven había nacido de la espuma de las olas. La espuma formada por el viento y calentada por el sol. Fue el movimiento del viento, la humedad del agua y el calor del sol, sobre todo el calor, que le dieron vida. Así el joven vivió junto a Kloskurbeh y fue su principal ayudante.

Ahora, luego que estos dos poderosos seres hubieran creado todas las cosas, vino hacia ellos, cuando el sol se levantaba en lo alto del mediodía, una hermosa muchacha. Ella había nacido de una maravillosa planta, del rocío y del calor. Una gota de rocío había caído sobre la hoja de una planta y había sido calentada por el sol, cuyo calor el dador de toda vida. Así había nacido esta niña, del verde de una planta viva, de la humedad y del calor.

-Yo soy el amor –dijo la muchacha. –Yo soy dadora de fuerza. Yo soy la que nutre. La que alimenta a los hombres y a los animales. Todos me aman.

Kloskurbeh agradeció al Gran Misterio Superior por haber creado a la muchacha. El joven, el Gran Sobrino, se casó con ella y la muchacha dio a luz, con lo que se convirtió en la Primera Madre. Y Kloskurbeh, el Gran Tío, el que enseña a los hombres todo lo que necesitan saber, les enseñó a sus hijos cómo debían vivir. Luego se retiró a su morada en el norte, donde regresa de tiempo en tiempo cuando se lo requiere.

Las generaciones se sucedieron y las personas se volvieron numerosas. Vivían de la caza, de manera que, cuantos más eran, más difícil se les tornaba la cacería. Estaban cazando todos los animales, y a medida que los animales comenzaban a desaparecer, un tiempo de hambruna se cernía sobre los hombres. Y la Primera Madre penaba por ellos.

Los niños pequeños acudían a ella exclamándole:

-Tenemos hambre. Aliméntanos.

Pero ella no tenía nada para darles y lloraba.

-Sean pacientes, hijos míos. Yo les traeré un poco de comida para llenar sus pancitas –les contestó sin dejar de llorar.

Su esposo le preguntó:

-¿Cómo puedo hacer para hacerte sonreír? ¿Cómo puedo hacerte feliz?

-Sólo hay una manera de que acabe mi sufrimiento.

-¿Cuál es? –preguntó su esposo.

-Debes matarme.

-No soy capaz de hacer eso.

-Debes hacerlo o mi sufrimiento se prolongará por siempre.

Así que su esposo partió en un largo viaje hacia el norte. Hasta el fin de la tierra caminó para preguntarle al Gran Instructor, su tío Kloskurbeh, qué debía hacer.

-Debes hacer lo que te pide. Debes matarla.

El hombre volvió a su hogar, y esta vez era su turno de llorar. La Primera Madre le indicó:

-Debes hacerlo mañana al mediodía. Luego de que me hayas dado muerte, que dos de nuestros hijos tomen de mis cabellos y arrastren mi cuerpo por el suelo, que me arrastren de aquí para allá, por todas partes, hasta que mi carne se desprenda de mis huesos. Luego, tomen mis huesos, recójanlos y entiérrenlos. Luego, abandonen este lugar. –Ella sonrió y dijo –Esperen siete lunar y luego vuelvan, y aquí encontrarán mi carne, nacida de mi amor, y los alimentará y les dará fuerzas por siempre.

Y así lo hicieron. Su esposo mató a su mujer y sus hijos, mientras rezaban, arrastraron su cuerpo como les había ordenado, hasta su carne cubrió toda la tierra. Luego, tomaron sus huesos y los enterraron en el centro. Llorando amargamente, se marcharon.

Cuando el hombre y sus hijos y los hijos de sus hijos retornaron al lugar luego de siete lunas, encontraron que la tierra estaba cubierta con plantas verdes y altas, con borlas. El fruto de la planta, el maíz, era la carne de la Primera Madre, entregada a sus hijos para que vivan y se multipliquen. Tomaron una parte de la carne, del fruto de la primera madre y lo hallaron indescriptiblemente deliciosa. Siguiendo sus instrucciones, no comieron todo el maíz, sino que

devolvieron muchos granos a la tierra. De este modo, su carne y su espíritu se renovaban cada siete meses, generación tras generación.

En el lugar donde habían enterrado sus huesos, había crecido otra planta, de hoja marrón y muy aromática. Era el aliento de la primera madre, y oyeron que su espíritu les hablaba:

-Quémenla y fúmenla. Es una planta sagrada. Aclarará sus mentes, les ayudará en sus plegarias y alegrará sus corazones.

El hombre llamó a la primera planta skarmunal, maíz, y a la segunda, utarmur-wayeh, tabaco.

-Recuerden –dijo el hombre a su pueblo –deben cuidar muy bien del fruto de la Primera Madre porque es su bondad materializada. Cuiden bien de su aliento, porque es su amor hecho humo. Recuérdenla y piensen en ella cada vez que coman y cada vez que fumen, porque ella nos ha dado su vida para que podamos vivir. Ella no murió: su amor eterno se renueva incesantemente.